En América Latina, los países productores de soja
(transgénica y convencional) incluyen a
Argentina, Brasil, Bolivia, Paraguay y Uruguay. Esta
expansión de la soja está motorizada por los buenos precios
internacionales, el apoyo de los gobiernos y el sector agroindustrial y
la demanda de las naciones importadoras, especialmente China, convertida hoy en
día en el mayor importador de la soja y sus derivados, un mercado que impulsa la
rápida proliferación de la producción de esta oleaginosa.
La expansión del complejo sojero está acompañada por un
aumento importante de la logística y el transporte junto con grandes
proyectos de infraestructura que conllevan a una cadena de eventos que destruyen
los hábitats naturales de grandes áreas, además de la
deforestación directamente causada por la expansión de tierras
para el cultivo de soja. En Brasil, los beneficios de la soja justificaron la
refacción, mejora o construcción de ocho hidrovías, tres líneas ferroviarias y
una extensa red de carreteras que traen insumos agropecuarios y
se llevan la producción agrícola.
El proceso atrajo a otras inversiones privadas para la
forestación, minería, ganadería extensiva y otras prácticas con severos impactos
sobre la biodiversidad, aun no contemplados por ningún estudio de
impacto ambiental.En la Argentina, el cluster agroindustrial
de transformación de la soja en aceites y pellets se concentra en la zona de
Rosafé sobre el río Paraná, el área más grande de transformación sojera a escala
planetaria, con toda la infraestructura asociada y los impactos ambientales que
ello implica.
Para los años inmediatos, el sector agrícola
argentino se ha planteado el objetivo de alcanzar los 100 millones de
toneladas de granos, lo que requerirá del incremento del área sembrada con soja hasta los 17 millones de hectáreas.
Expansión sojera y deforestación
El área de tierra dedicada a la producción sojera ha
crecido a una tasa anual del 3,2 %, y la soja ocupa actualmente una
superficie más grande que todo otro cultivo en Brasil, con el 21% del total de
la tierra cultivada. Desde 1995 el área sembrada aumentó en 2,3 millones de
hectáreas, a un promedio de 320.000 hectáreas por año. Desde 1961, el incremento
en superficie creció 57 veces y el volumen producido lo hizo 138 veces. La
soja paraguaya, se sembró sobre más del 25 % de toda la tierra
agrícola y en la Argentina el promedio sembrado alcanzó en 2005
los quince millones de hectáreas con una producción de 38,3 millones de
toneladas.
Esta expansión se produce de manera drástica afectando
directamente a los bosques y otros hábitats relevantes. En Paraguay,
una porción de la selva paranaense, está siendo deforestada (Jasón 2004). En
Argentina, 118.000 hectáreas han sido desmontadas en cuatro años (1998-2002)
para la producción de soja en el Chaco, 160.000 en Salta y un récord de 223.000
en Santiago del Estero.
La “pampeanización”, el proceso de importación
del modelo industrial de la agricultura pampeana sobre otras
ecoregiones “que no son pampa” como el Chaco, es el primer paso de un sendero
expansivo que pone en riesgo la estabilidad social y ecológica de esta ecorregión. En el noreste de la provincia de Salta en 2002/2003,
el 51 % de la soja sembrada (157.000 hectáreas) correspondía a
lo que en 1988/1989 eran todavía áreas naturales.
En Brasil, los Cerrados y las sabanas están
sucumbiendo víctimas del arado a pasos agigantados.
Soja, expulsión de pequeños agricultores y pérdida de
la seguridad alimentaria
Los promotores de la industria biotecnológica siempre
citan a la expansión del área sembrada con soja como una forma de medir el éxito
de la adopción tecnológica por parte de los agricultores. Pero estos
datos esconden el hecho que la expansión sojera conlleva a extremar la demanda
por tierras y a una concentración de los beneficios en pocas manos. En Brasil,
el modelo sojero desplaza a once trabajadores rurales por cada uno que encuentra
empleo en el sector. El dato no es novedoso, ya que desde los setenta, 2,5
millones de personas fueron desplazadas por la producción sojera en el estado de
Paraná y 300.000 en Río Grande do Sul. Muchos de estos sin tierra, se movieron
hacia el Amazonas donde deforestaron selvas tropicales presionados por fuerzas
estructurales y el entorno. Por otro lado, en los Cerrados, donde la soja
transgénica está expandiéndose, el índice de desplazamiento es más bajo porque
el área no estaba ampliamente poblada previamente.
En Argentina, la situación es bastante dramática ya que
mientras el área sembrada con soja se triplicó, prácticamente 60.000 establecimientos
agropecuarios fueron desapareciendo solo en Las Pampas. En 1988, había
en toda la Argentina, un total de 422.000 establecimientos que se redujeron a
318.000 en 2002 (un 24,5 %). En una década el área productiva con soja se
incrementó un 126 % a expensas de la tierra que se dedicaba a lechería, maíz,
trigo o a las producciones frutícola u hortícola.
Durante la campaña 2003/2004, 13,7 millones de hectáreas fueron
sembradas a expensas de 2,9 millones de hectáreas de maíz y 2,15 millones de hectáreas de girasol.
A pesar que la industria biotecnológica resalta los
importantes incrementos del área cultivada con soja y más que la
duplicación de los rendimientos por hectárea, consideradas como un éxito
económico y agronómico, para el país esa clase de aumentos implica más
importación de alimentos básicos, además de la pérdida de la soberanía
alimentaria, y para los pequeños agricultores familiares o para los
consumidores, esa clase de incrementos sólo implica un aumento en los precios de
los alimentos y más hambre.
La expansión de la soja en América Latina está también
relacionada a la biopiratería y el poder de las multinacionales. La
manera en que en el período 2002-2004, se sembraron millones de hectáreas de
soja transgénica en Brasil (mientras existía una moratoria en contrario) hace
que nos preguntemos como las corporaciones se manejaron en esas instancias de
prohibición para sin embargo alcanzar tal expansión de sus productos en las
naciones en vía de desarrollo.
En los primeros años de la liberación comercial de la
soja transgénica en Argentina, la compañía Monsanto no cobraba por el
fee tecnológico a los agricultores para utilizar la tecnología transgénica en
sus semillas. Hoy en día, que la soja transgénica y el glifosato se han instalado como
insumos estratégicos para el país, los agricultores quedaron atrapados, ya que
la multinacional está presionando al gobierno, haciendo reclamos por el pago de
sus derechos de propiedad intelectual. Esto, a pesar del hecho que Argentina es
signataria del convenio UPOV 78, que permite a los agricultores guardar semilla
para uso propio en la campaña agrícola siguiente. Por otro lado, los
agricultores paraguayos negociaron un acuerdo con Monsanto por el que
pagaran a la multinacional, US$ 2 por tonelada. La tendencia en el control de
las semillas que utilizan los agricultores está creciendo, a pesar que las
compañías prometían a principios de los noventa, no cobrar cargos por patentes a
los agricultores, momento en que el cultivo transgénico se estaba
expandiendo.
El cultivo de soja y la degradación de los
suelos
El cultivo de soja tiende a erosionar los suelos,
especialmente en aquellas situaciones donde no es parte de rotaciones
largas. La pérdida de suelos alcanza las 16
toneladas/ha en el medio oeste de los EE.UU., una tasa que podría llegar a entre
19 a 30 ton./ha en Brasil o la Argentina, en función del manejo, la pendiente
del suelo o el clima. La siembra directa puede reducir la pérdida de
suelos, pero con la llegada de las sojas resistentes a los herbicidas,
muchos agricultores se han expandido hacia zonas marginales altamente
erosionables o son sembradas en forma recurrente año tras año, fomentando el
monocultivo. Los agricultores creen erróneamente que con la siembra directa no
habría erosión, pero los resultados de la investigación demuestran que a pesar
del incremento de la cobertura del suelo, la erosión y los cambios negativos que
afectan a la estructura de los suelos, pueden no obstante resultar sustanciales
en tierras altamente erosionables si la cobertura del suelo por rastrojo es
reducida. El rastrojo dejado por la soja es relativamente
escaso y no puede cubrir correctamente el suelo si no existe una
adecuada rotación entre cereales y oleaginosas.
La monocultura sojera en gran escala ha inutilizado los
suelos amazónicos. En lugares con suelos pobres, después de sólo dos
años de agricultura, se necesitan aplicar intensamente fertilizantes y piedra
caliza. En Bolivia, la producción sojera se expande hacia el este, haciendo que
ya muchas de esas áreas de producción estén compactadas o exhiban severos
problemas de degradación de suelos. 100.000 hectáreas de suelos exhaustos por la
soja fueron dejadas al ganado, que también bajo esta circunstancia es altamente
degradante. A medida que abandonan los suelos, los agricultores buscan nuevas
regiones donde otra vez volverán a plantar soja, repitiendo así el círculo
vicioso de la degradación.
En Argentina, la intensificación de la producción
sojera, ha llevado a una importante caída en el contenido de nutrientes del
suelo. La producción continua de soja ha facilitado la extracción, sólo
en el año 2003, de casi un millón de toneladas de nitrógeno y alrededor de
227.000 de fósforo. Sólo para reponer, en su equivalente de fertilizante
comercial a estos dos nutrientes, se necesitarían unos 910 millones de dólares
(Pengue 2005). Los incrementos de N y P en varias regiones ribereñas se
encuentran ciertamente ligados a la creciente producción sojera en el marco de
las cuencas de varios importantes ríos sudamericanos.
Un factor técnico importante en la expansión de la
producción sojera brasileña se debió al desarrollo de combinaciones soja
bacteria con conocidas características simbióticas que le permitían la
producción sin fertilizantes. Esta ventaja productiva de la soja brasileña puede
rápidamente desaparecer a la luz de los reportes sobre los efectos directos del
herbicida glifosato sobre la fijación bacteriana del nitrógeno (Rhyzobium), que
potencialmente obligaría a la soja a depender de la fertilización nitrogenada
mineral. Asimismo, la práctica actual de convertir los pastizales hacia soja
resulta en una reducción económica de la importancia del Rhyzobium, haciendo
nuevamente que se deba recurrir al nitrógeno sintético.
Monocultura sojera y vulnerabilidad
ecológica
La investigación ecológica sugiere que la reducción de la
diversidad paisajística devenida por la expansión de las monoculturas a expensas
de la vegetación natural, ha conducido a alteraciones en el balance de
insectos plagas y enfermedades. En estos paisajes, pobres en especies y
genéticamente homogéneos, los insectos y patógenos encuentran las condiciones
ideales para crecer sin controles naturales (Altieri y Nicholls 2004). El
resultado es un aumento en el uso de agroquímicos, los que por
supuesto luego de un tiempo ya dejan de ser efectivos, debido a la aparición
de resistencia o trastornos ecológicos típicos de la aplicación
de pesticidas. Además, los agroquímicos conducen a mayores
problemas de contaminación de suelos y polución de aguas, eliminación de la
biodiversidad y envenenamiento humano.
En la Amazonia brasileña, las condiciones de
alta humedad y temperaturas cálidas inducen al desarrollo de poblaciones y
ataques fúngicos, con el consiguiente incremento en el consumo de fungicidas. En
las regiones brasileñas dedicadas a la producción sojera se incrementaron los
casos de cancrosis (Diaporthe phaseolorum) y del síndrome de la muerte súbita
(Fusarium solani). La roya asiática de la soja
(Phakopsora pachyrhizi) es una nueva enfermedad cuyos efectos se
incrementan en Sud América, motorizados por las condiciones ambientales
favorables (por Ej., humedad) sumados a la uniformidad genética de cultivos en
monocultura.
Nuevamente la roya comanda el incremento en las aplicaciones de
fungicidas. Desde 1992, más de dos millones de hectáreas fueron afectadas por el
nematodo del quiste de la soja (Heterodera glycines). Muchas de estas
enfermedades pueden ligarse a la uniformidad genética y al aumento de la
vulnerabilidad por la monocultura sojera, pero también a los efectos directos
del herbicida glifosato sobre la ecología del suelo, a través
de la depresión de las poblaciones micorríticas y la eliminación de antagonistas
que mantienen a muchos patógenos del suelo bajo control (Altieri 2004).
El 25 % del total de agroquímicos consumidos
en Brasil se aplican a la soja, la que recibió en 2002 alrededor de 50.000
toneladas de pesticidas. Mientras el área sojera se expande rápidamente, también
lo hacen los agroquímicos, cuyo consumo crece a una tasa del 22 % anual.
Mientras los promotores de la biotecnología argumentan que con una sola
aplicación del herbicida es suficiente durante la temporada del cultivo, por
otro lado comienzan a presentarse estudios que demuestran que con las sojas
transgénicas, se incrementan tanto el volumen como la cantidad de aplicaciones
de glifosato. En EE.UU. el consumo de glifosato pasó de 6,3 millones de libras
en 1995 a 41,8 millones en el año 2000 (1 libra equivale a 0,4536 Kg.), siendo
actualmente aplicado sobre el 62 % de las tierras destinadas a la producción de
soja. En la campaña 2004/5 en Argentina, las aplicaciones con glifosato
alcanzaron los 160 millones de litros de producto comercial.
Se espera un incremento aún mayor en el uso de este
herbicida, a medida que las malezas comiencen a tornarse tolerantes al
glifosato.
Los rendimientos de la soja transgénica en la región
promedian los 2,3 a 2,6 ton/ha, alrededor de un 6 % menos que algunas
variedades convencionales, rendimiento sustancialmente mas bajo en condiciones
de sequía. Debido a los efectos pleiotrópicos (ej., quebraduras de tallos bajo
stress hídrico), las sojas transgénicas sufren pérdidas de un 25 % superior con
respecto a sus pares convencionales. En Río Grande do Sul, durante la sequía del
2004/5 se perdió el 72 % de la producción de soja transgénica,
estimándose una caída del 95 % en las exportaciones, con consecuencias
económicas severas. Aproximadamente un tercio de los agricultores quedaron
endeudados y no pueden hacer frente a sus obligaciones con el gobierno y las
empresas.
Otras consideraciones ecológicas
Con la creación de cultivos transgénicos
tolerantes a sus propios herbicidas, las compañías biotecnológicas
pueden expandir sus mercados para sus propios agroquímicos patentados. En 1995,
los analistas daban un valor de mercado para los cultivos tolerantes a
herbicidas de 75 millones de dólares que ascendieron a 805 millones en el año
2000 (un 610 % de aumento).
Globalmente, en 2002 las sojas resistentes al
glifosato ocupaban 36.500.000 hectáreas, convirtiéndose en el cultivo
transgénico número uno en términos de área sembrada (James 2004). El glifosato
es más barato que los otros herbicidas, y a pesar de la reducción general en la
utilización de estos, los resultados obtenidos indican que las compañías venden
más herbicidas (especialmente glifosato) que antes. La utilización
recurrente de herbicidas (glifosato, llamado Roundup Ready,
como marca comercial de Monsanto) sobre los cultivos tolerantes al mismo, pueden
acarrear serios problemas ecológicos.
Se encuentra bien documentado el hecho que un único herbicida
aplicado repetidamente sobre un mismo cultivo, puede incrementar
fuertemente las posibilidades de aparición de malezas resistentes. Se
han reportado alrededor de 216 casos de resistencia en varias malezas a una o
más familias químicas de herbicidas.
A medida que aumenta la presión de la agroindustria
para incrementar las ventas de herbicidas y se incrementa el área
tratada con herbicidas de amplio espectro, los problemas de resistencia se
exacerban. Mientras el área tratada con glifosato se expande, el incremento en
la utilización de este herbicida puede resultar, aún lentamente, en la aparición
de malezas resistentes. La situación ya ha sido documentada en poblaciones
australianas de rye grass anual (Lolium multiflorum), Agropiro
(Agropyrumrepens), lotus de hoja ancha o trébol pata de pájaro (Lotus
corniculatus), Cirsium arvense y Eleusine indica (Altieri 2004). En Las Pampas
de Argentina, ocho especies de malezas, entre ellas 2 especies de Verbena y una
de Ipomoea, ya presentan tolerancia al glifosato.
La resistencia a los herbicidas se convierte en un problema
complejo, cuando el número de modos de acción herbicida a las cuales son
expuestas las malezas se reducen más y más, una tendencia que las sojas
transgénicas refuerzan en el marco de las presiones del mercado. De
hecho, algunas especies de malezas pueden tolerar o “evitar” a ciertos
herbicidas, como sucedió por ejemplo en Iowa donde las poblaciones de Amaranthus
rudis presentaron atraso en su germinación y “escaparon” a las aplicaciones
planificadas del glifosato. También el mismo cultivo transgénico puede asumir el
rol de maleza en el cultivo posterior. Por ejemplo, en Canadá, con las
poblaciones espontáneas de canola resistentes a tres herbicidas (glifosato,
imidazolinonas y glufosinato) se ha detectado un proceso de resistencia
“múltiple”, donde ahora los agricultores han tenido que recurrir nuevamente al
2,4 D para controlarla. En el nordeste de Argentina, las malezas no
pueden ser ya controladas adecuadamente, por lo que los agricultores
recurren nuevamente a otros herbicidas, que habían dejado de lado por su mayor
toxicidad, costo y manejo.
Las compañías biotecnológicas argumentan que
cuando los herbicidas son aplicados correctamente no producen efectos negativos
ni sobre el hombre ni sobre el ambiente. Los cultivos transgénicos a gran
escala, favorecen aplicaciones aéreas de herbicidas y muchos de sus residuos
acumulados afectan a microorganismos como los hongos micorríticos o la fauna del
suelo. Pero las compañías sostienen que el glifosato se degrada
rápidamente en el suelo y no se acumula en los alimentos, agua o el propio
suelo.